es cierto, no escribo bien y tampoco tengo razón, las letras y la poesía han muerto pero también creo en la rencarnación

lunes, 9 de mayo de 2016

adagio

Nihil est in intellectu, quod prius non fuerit in sensu




Me resulta simpático esta noche pensar en las ironías, me deleita quedarme horas en mi habitación recordando detalladamente cada momento en el que las situaciones me toman por sorpresa y me dan una lección. Una de mis favoritas consiste en aquella anécdota que involucra al sujeto con el que me cruzo desde hace casi un año por lo menos una vez al mes, caminando hacia el trabajo, paseando torpemente en mi trayectoria hacia el parque o también reiteradas veces en algún bar, Ni siquiera nos conocíamos formalmente, es decir, nos había presentado la total casualidad pero ni siquiera conocíamos el nombre del otro. Ya llegábamos a saludarnos por el simple hecho de conocernos los rostros, era una coincidencia espectacular de la que me encantaba jactarme, sobre todo, luego de lo sucedido hace ya un tiempo, en mi visita fugaz a Buenos Aires. Me encontraba yo entonces en una pequeñísima sala repleta de parejitas tomando vino barato en copas excéntricas, adolescentes eufóricos ensimismados y la banda sonando. Dirigía mi cuerpo hacia la puerta para encender un cigarrillo y fui sorprendida al encontrarme con aquel sujeto en el momento en el que giré la cabeza. Nos miramos pero no dijimos nada (puede ser que hayamos conversado algo, las miradas y los cigarrillos siempre tienen palabras de por medio) pero en realidad sabíamos que no habíamos dicho nada, que ya nada podíamos hacer frente a esa ironía de la vida, que ella nos estaba poniendo en evidencia algo que ya sabíamos de antemano, habíamos desafiado a las casualidades haciéndolas caer en alguna clase de trampa insulsa, teníamos en evidencia (o yo por lo menos tenía en evidencia) una primerísima verdad que había ignorado durante un gran tiempo. Ese mismo día dejé de creer en el azar ilusorio y comencé a comprender que mi vida (el mundo entero también) se regía por las causalidades. 
Otra actividad que suele resultarme simpática, es drásticamente opuesta a la anterior, es decir, consiste en sumergirme en un vórtice de impulsividad (este mismo rige últimamente mis días) mi divino hábito consta en no pensar, ni siquiera horas, minutos o incluso segundos las acciones que planeo emprender, si es que puedo llegar a planearlas, así como si nada surtiera efecto, careciendo de consideración para con las consecuencias, enumero las siguientes: tomo ocasionalmente colectivos que no sé con certeza si se dirigen a mi objetivo, cruzo imprudentemente las calles, bebo regocijada copas y copas de vino, y al parecer mi favorita o más reciente, se basa en las apabulladas llamadas telefónicas a altas horas de la madrugada. 
 Debido a mis imprudencias y actos anti-heroicos, es que me imagino que de una vez por todas las causas y todas sus consecuencias hicieron las valijas (probablemente debo haberlas ayudado) y emprendieron un viaje terrible hasta Buenos Aires, me tomaron de la mano, me pasearon por todas las calles y los edificios, durmieron al lado mío, me despertaron con la nuca helada, me golpearon la nariz y me hicieron apretar las muelas, todo eso engendraron para demostrarme inquietas que yo estaba en esa pequeñísima sala con toda esa pequeñísimas parejas y esos diminutos adolescentes, de una vez por todas, vislumbraba así que eramos todos chiquititos como el mundo, que por más de que viajara mil kilómetros lejos de mi hogar, el mundo, el país y la provincia eran lo suficientemente pequeños para cruzarme, por diversas razones, con el mismo sujeto que veía casi regularmente una vez por mes, no por casualidad, sino seguramente porque vivía cerca de mi trabajo, seguramente porque también a veces caminaba por la calle, y seguramente íbamos a los mismos bares porque oíamos la misma música o conocíamos casi a la misma gente. 
Y estábamos ambos ahí en Buenos Aires escuchando a la misma banda con los mismos amigos, con la misma gente, con las mismas ganas de fumar un cigarrillo, y eso no era casualidad, a trastienda de todo ese decorado espléndido, habíamos tomado un sinfín de decisiones que nos habían llevado a habitar ahora el mismo recinto diminuto. He aquí que desde aquel encuentro en la sala no lo he vuelto a ver ni siquiera una vez más. Me prometí, si es que volvemos a cruzarnos (ya no trabajo, ya casi no camino por el parque, y cada vez escucho menos música)  preguntarle su nombre.
Además de las ironías, y mis reflexiones, también me pareció simpático esta noche, tener en mente un cuento (pero preferí irme por las ramas y ser anecdótica y redundante) que acceder a a la idea de comenzar a escribir porque sólo tenía una amalgama enorme de letras y palabras y no sabría como amasarla y darle forma. Me parece simpático comenzar a comprender el hecho de que no se debe esperar a que las palabras se conciban por si solas con sentido y forma, esperar a que las palabras nazcan. Hay que cruzarlas, todas, para poder comenzar a concebir una trama, una luz o el recuerdo. No hay que llevar a las palabras a ningún lado, hay que esperar que, imperiosas y delicadas, nos lleven a nosotros. Entonces,  esta noche, dejo que me arrastren, que me saquen a pasear por los pasillos, que tomen poder, con o sin sentido, que me pongan en la cúspide de la pirámide y es así como con las palabras también, que me irrumpe el recuerdo y tu rostro y que nos abrazábamos y así entonces parecía que el mundo era por fin una masa verde y azul perfecta (se parece a las palabras) y completa en sentido, mirábamos el techo con esperanzas de que en él se viera algún gesto esperanzador y en ese viaje estábamos juntos, así de juntos como cuando caminábamos los bosques o tomábamos café en las plazas, nos mirábamos porque era mucho más entretenido mirarnos que tratar de entender por qué el mundo (y nosotros) nos hacía tanto daño. Mirábamos las palmeras y las casas con ojos de cámara y si teníamos suerte y había luz, las retratábamos y las grabábamos, en las retinas o en el haluro de plata, veíamos juntos las nubes desde arriba o el cielo inmenso desde abajo, todo eso que pasaba y se sentía y recuerdo entonces que sin darme cuenta así en la vorágine y en la impulsividad divina ahí estaba yo (la misma que cruzaba imprudentemente las calles, la que bebía las copas de vino, la que no pensaba ni un segundo, ni un minuto ni una hora) con la cara estampada frente al monitor, tratando de escribir sobre las causas (que bueno que el mundo es chiquito, que bueno que lo somos nosotros también) tratando confabular una especie de teoría del caos, y llevándola a cabo (si ponemos un huevo sobre una pirámide, sabemos que se va a caer, que el mismo se va a romper, pero no sabemos hacia dónde caerá) 
Y ahí están, ahora:  el mundo, chiquitito, las personitas como hormigas diminutas, también las causas, las películas, el haluro de plata, vos, yo, Buenos Aires, la razón y los sentidos. Los pongo ahora en el final del relato y arriba de la pirámide. Voy a pasar la noche esperando a ver hacia dónde caen. 


 Le Radeau de la Méduse - Théodore Géricault