Debo decir que mis tardes ahí pasaba sumergida, mirando así el gigantísimo patio que la rodeaba. Fue así también que esa tarde decidí, casi dormida, ver el atardecer, si el sol me lo permitía (habíamos contemplado que pudiera verse desde la bañera el ángulo perfecto del crepúsculo) y fue así que desposeída de la lucidez después de una siesta, decidí hundirme en ella, y así queriendo apoyarme en las perillas para introducirme, caí torpemente dentro, quiero decir, estaba dentro de la bañera y todos los pedacitos de cristal y piedritas chiquitísimas estaban ahora no incrustadas en las brillantes perillas sino en mi lívida piel, y dentro del agua mientras atardecía, ahí yacía yo, embelesada por toda la gama de naranjas del cielo y lo gigante del palacio verde que atardecía, y los cristales y las piedritas en mis piernas y en los brazos y quise levantarme y también ahí estaban en mis manos ahora, ¿será también la sangre que ahora decora? al parecer estaba atrapada y al parecer había bebido tantísimo, sentía como las piedritas se quedaban en mi piel como para no irse jamás.
Convalecí quizás por un momento, al recuperarme casi no había sol, las piernas me ardían y el frío me abrazó. Me deslicé rápidamente por la blancura de la bañera (ahora estaba quizás un poco rosada, un poco naranja, ¡parecía el cielo!) y ahora estaba yo sobre el suelo, había salido y hacía frío. Me alejé lentamente de la bañera y de la pared y de los azulejos rotos. Miré mi piernas y las acomodé de tal forma que pudiera ver los cristales y las piedritas, y despacito me movía, las heridas eran grandes y brillantes, eran las piedras, y eran los cristales, con la mano de-a-po-qui-to empecé a hurgarme, a tratar de sacar de a pedacitos a los culpables, a los dolores tan brillantes, el ardor era implacable, debo decir que llegué a pensar que prefería el dolor de dejarlos en mi piel que de una vez removerlos para siempre.
Y así desde el ocaso hasta que pude remover, entre tantas otras cosas y entre tantos otros pesares, las incrustadísimas partes de todo eso que se había roto esa tarde y que estaba hundido en mi piel, casi sin quererlo, me encontraba desposeída de toda esa belleza pulcra y radiante, ahora estaban fuera, y quizás yo estaba más adentro.
Aert van der Neer
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